Con la boca llena...

...de palabras hirientes, de palabras sin sentido, de palabras que no me atrevo a decir, de palabras que quiero escribir. Con el estómago a rebosar... de nervios revoltosos, de amor juguetón, de angustia y de dolor. Con la cabeza repleta... de pájaros locos, de sentimientos danzantes, de esperanza y desidia, de miedo. Mucho miedo.

Estás tumbado en la hierba con tus labios rozando una flor. Huele a tierra húmeda y aire frío y puro. Respiras hondo y abres los ojos. El sol te da por la espalda y empiezas a notar el calor del mediodía. No sabes por qué, pero has dormido a la intemperie y tus pies descalzos apenas los sientes, mojados por el rocío. Apoyas la rodilla en el suelo, debilitado por la olvidada noche y ante ti se levanta una inmensa mansión parecida a un castillo. Colocas tu daga en el cinturón y avanzas dos pasos. Te detienes por la impresión del enorme edificio. No tienes nada que temer, eres el más ágil de tu especie. Más fuerte y rápido que ellos y sabes que una mansión no puede asustarte. Entras y dos ángeles petrificados te dan la bienvenida, agachados hacia ti. A los lados de la entrada principal escaleras pegadas a paredes llenas de retratos borrados. Más arriba cristales rotos y una especie de cúpula, con una puerta que da a ninguna parte frente ala vitrina que dibuja, gracias al sol, un entierro en el suelo, a tus pies. Caminas despacio, sigiloso. Te diriges a la sala que hay frente a ti, bajo las escaleras. Las cortinas granates dan un aspecto diabólico ala mesa que reina el centro de la habitación. Enciendes dos velas y te acercas a la chimenea. El momento se te hace extrañamente familiar y cierras los ojos para guardar su esencia y recordar. Al abrir los ojos tu cabeza se ha levantado hacia el cuadro de una especie de nigromante enmascarado empuñando una guadaña decorada por cráneos asemejando la muerte. En el suelo sangre y tras él, los ojos de un lobo. No sientes nada en él. Sólo un vacío. Te das la vuelta y te encaminas hacia las escaleras al 2º piso. Una cortina sustituye lo que algún día fue puerta en aquella entrada. Una dama vestida de blanco tumbada en un altar provoca que con una mano agarres tu pecho y con la otra agarres la pared polvorienta. Caminas a duras penas al reconocer a tu amada. Sientes como si una espada hubiese atravesado tu alma... pero no es tu alma la atravesada, sino la suya. Un rayo de luz indescriptible la hiere y sólo queda sitio para el dolor y la desconfianza. Vuelves sobre tus pasos, dolido, descubriendo unas escaleras a tu izquierda que parecen subir a un desván. Subes, en busca de la soledad. Al introducirte en las tinieblas de la estancia chocas con una cuna y un grito desgarrador abre la puerta que no da a ninguna parte, por la que se ve la cristalera que ahoga tu grito por el pánico que invade tu cuerpo ahora. Eres tú. Eres el enterrador y ella es la dama. La dama que agoniza en tus brazos. Gritaste al darte cuenta de que despertaste sin recordar nada. Gritaste al darte cuenta de que fuiste tú. Revives los ojos hundidos en lágrimas de tu dama que se asemejaban a los de un lobo. Lloras aterrado. No era la mansión a la que tenías que temer, sino a ti mismo. Eres tú, la mismísima muerte. Ahora acudes al cementerio a velar de todos aquellos que te hicieron fuerte y a llorar su pérdida. Maldices tu destino cada día y pides al cielo derrumbarse. Sobre la tumba de tu difunta amante duermes, a la espera de una nueva llamada.