Llovía y la noche era más oscura que de costumbre. Las gotas que alcanzaban el suelo sin haberse topado con algún banco o farola salpicaban mis zapatos desgastados por el uso. Di un paso al frente y me situé bajo la lluvia. Mi pelo lacio quedó calado al instante mientras mis mejillas se enfriaban lentamente. Adoraba la lluvia de finales de invierno. Al empaparse completamente mi ropa recuperé la noción del tiempo, había localizado a mi presa. Ladeé la cabeza y una falsa sonrisa se dibujó en mis labios. Intentaba convencerme de que era divertido después de tantos años, pero no podía engañarme. Empecé a caminar en su dirección a paso ligero, con sigilo y calma. Ya podía oír sus suaves latidos, oler su caro perfume, sentir su vida expirarse en un suspiro. Vestía con un abrigo negro y largo y un sombrero para protegerse de la lluvia. Por lo que había descubierto de él, era un pez gordo que solía frecuentar aquellos barrios bajos en busca de niñas con las que jugar un rato. Estúpido bastardo, el juego acababa de empezar. Miraba hacia los lados de vez en cuando fijándose en que no había nadie familiar cerca, pensando en sus problemas. Yo pensaba cómo recordaría mi sonrisa.
Torció la esquina y entró en el callejón. Luces de neon rojas alumbraban el oscuro pasadizo que llevaba a un burdel de mala muerte, lleno de niñas huérfanas, olvidadas por el Dios en el que creían sus madres. Me senté en una esquina del bar, cerca del baño y las salas privadas a observar la astuta jugada de aquel sucio manipulador. En el burdel había todo tipo de gente, blasfemando y emborrachándose como si fuese su último día en la tierra. No había ni una persona sonriendo, ni siquiera los hombres que jugaban con las niñas reflejaban un ápice de felicidad. Se respiraba un aire de sufrimiento y tristeza infinitos mezclado con colonias baratas y olor a lápiz de labios. Al fin, el pez gordo decidió dirigirse a las salas privadas con un par de niñas rubias, que siendo tan jóvenes estaban más envejecidas que mujeres en el umbral de la muerte. Esperé un par de minutos, acabé el trago de cerveza que me quedaba y fui hacia su sala privada.
Primero, entreabrí la puerta. Me aseguré de que no miraba hacia mí y no me preocupé de las niñas, pues estaban drogadas y veían mis intenciones como algo esperanzador en sus vidas. Aparté mi capa entré en la habitación en silencio con ayuda de la ruidosa televisión y las risas de un hombre que se creía poderoso. Desenfundé mi daga y con un rápido movimiento su cuello empezó a sangrar sin apenas darse cuenta de su destino fatal. Las niñas me dieron las gracias y su palabra de que no dirían nada. Lo arrastré hasta la salida de atrás a duras penas pero con ayuda de las dos niñas, lo metí en un contenedor e incineré todo lo que había dentro. Dejé gotear mi puñal la sangre que quedaba en él en el fuego y volví a emprender mi camino a las afueras, donde tanto aire melancólico no me ahogaría de noche. Y entonces... sonreí.
Buenas noches, Shaisha.